De mi querido amigo Juan Manuel Rodríguez Rivera.
Para muchos era un vagabundo que dormía donde podía, que me le arrimaba a la gente para limosnearles un poco de comida, para muchos era un simple ser apestoso que en su vida había probado un jabón, un peine y menos una estética, para muchos un vagabundo que sólo portaba una playera bastante rota y aceitosa que alguna vez fue nueva, que alguna vez fue un regalo de cuando tuve una familia. Eran tristes mis recuerdos, recuerdos que a nadie podía decir, no porque no quisiera expresarlo en lágrimas, sino porque nadie me comprendía. Sí, estaba seguro que lo único trascendental que buscaba yo en esta vida era nuevamente poseer una familia, un núcleo caluroso y cariñoso que me acogiera y me brindara la oportunidad de recuperar mi fe, mi fe en un ser supremo, en mis semejantes, en el hombre.
Muchos vagos como yo hay, pero yo me consideraba único, y es que a pesar de mi capa de mugre, debajo de mi piel quemada y tostada, por el sol, el cochambre, el polvo, la indiferencia y la crueldad, habitaba un alma inquebrantable y bella. Yo sabía que era noble. Lo era porque a pesar de que mi piel, mi cuerpo muchas veces había sido lacerado, golpeado con escobas, palos y un largo etcétera, quemado con cigarrillos, con agua caliente, y por el indolente sol que no daba cuartel ni a la sombra, no le hacia daño a nadie, no buscaba el mal, no buscaba la pandilla para sojuzgar al que todavía podía estar más abajo. Sí, yo era noble, aún lo soy y creo que moriré noble, aunque el peso de la maldad me aplaste, de la injusticia, del olvido y de la indiferencia de esta sociedad.
Claro que tengo conciencia. Claro que tengo sentimientos. Los hombres a menudo olvidan que otros hombres también sienten. Sólo ellos. Poseo el don de sentir alegría, como cuando puedo comer, cuando encuentro alguna buena alma caritativa que afina sus manos para tenderme un plato, siento tristeza, cuando, por ejemplo, veo como una señor maltrata a su esposa, cuando un niño molesta a otro niño, cuando andando cuadras y cuadras no encuentro piedad y puros rostros vacuos que parece tiraron su misericordia cuando por la mañana sacaron la basura y el camión se las llevó. Siendo así, ¿dónde estará el depósito de buenos sentimientos de la humanidad que a diario se lleva el camión de la basura? ¿Esos sentimientos se entierran junto con las cáscaras de naranjas y huesos de pollo y vaca? ¿Se les guardará por si un día desea abrirse una linda caja de pandora? Ah, no lo sabía, mi filosofía quizás no alcance para tales dimensiones, pero puedo vislumbrar que pienso, entonces existo, entonces siento y por cierto, ya siento hambre.
Camino a la cuadra y por el alfeizar una mujer recargada cuelga sus intimidades de unos lazos quién sabe dónde amarrados, así, sin pena a que todos sepan sus medidas, miserias y colores. Quisiera agua, pues el sol está como endiablado, enojado o vaya usted a saber. Quisiera un poco de comida, no como desde antier que un buen samaritano pidió tres tacos y me regaló las tortillas que no se comió, el que haya estado a dieta y no comiera doble tortilla alivió mi estómago y por ese lapso mis tripas dejaron de gruñir como lo hacía Filomeno. Filomeno, mi amigo que murió atropellado hace unos meses por ir tras una cola que al final ni valió la pena. Pobre Filomeno, esté en el paraíso y no en el infierno sufriendo los tormentos que aquí sufrimos. Camino, camino, nada. Camino hasta que mi cuerpo me pide parar y cerrar los ojos, dormir y con el sueño acallar tantos recuerdos, de Filomeno, del sabor de un buen pedazo de carne, de una caricia, de un amor que apague la soledad.
Desperté por el bullicio que se juntó, que sino quito mi esqueleto de donde estaba, me pisan y repisan. Quise saber porqué tanto alboroto, autos parados toque y toque el claxon, ambulancias a lo lejos, gritos, señoras empujando y oportunistas vendiendo hasta sombreros y paraguas para que el sol no les afectara mientras estuvieran de chismosos. Me escabullí entre las personas hasta el lugar de los hechos. Se me quitó el hambre. Todos atendían a los heridos, sacaban a la gente de los fierros retorcidos, nadie atendía a la madre que yacía aún viva, que quizás con cuidados sobreviviría. Todos se fueron y nadie la ayudó, ¿qué podía hacer yo sino sabía medicina, sino sabía curar, sino conocía a nadie ni tenía dinero con qué pagar un doctor u hospital? Apenas consolarle. Adiós, hermana. Adiós al menos de esta grave inmunidad al dolor ajeno.
Así es la vida de un vagabundo, de un fantasma que recorre las calles y que sólo es visto por los que tienen ojos en el corazón. Llovía. Mi playera raída se mojó, como tantas otras veces y tenía que conformarme con secarla con el calor de mi cuerpo. A veces pasaba por las casas y podía oler el calor de hogar, oler los vapores de un pollo o un estofado cocinándose en la estufa, ladridos de perros contentos, lloraba entonces mi alma y se me estremecía hasta mi célula más pequeña, pues recordé el día que me regalaron esta playerita y fui tan feliz que me sentía cubierto con la capa más fina, cual un rey cubierto de la más grandiosa victoria, amado y vanagloriado por todo su pueblo, como el emperador cubierto de los más hermosos olivos. Ese era mi único recuerdo de felicidad y al mismo tiempo del abandono. Esa noche en un basurero pude sacar algunos pedazos de pan y tortillas.
La ciudad es una hidra de mil cabezas con nubes que barruntan lluvias, violencia, abandonos y al unísono albergan esperanza, ternura y compasión. ¿Cuántos vagabundos como yo en estas fauces? Así encontré a uno más, otro, que como yo, había sufrido la desgracia de vivir bajo el influjo y dominio del abandono. Nada es casual, dicen, de modo que aquel día, tras haber sido apaleado por un taquero, que a fe mía olía peor que yo, por incitarle al corazón perdonar que mis inexistentes bolsillos pudieran pagarle sus menudencias, no encontré más que la exteorización de su más helada alma que no se doblegó ante mi mirada suplicante y mis ojos ardiendo de hambre. Corrí, corrí como galgo asustado, adolorido, en realidad no quería huir, quería morir y es que a veces este sufrimiento rebasaba mi soporte y mi endémica alma que al igual que mi estómago estaban ya famélicos. En un callejón oí que una voz decía: “cómo puede ser que la gente sea tan desperdiciada, ah, estos tomates están casi buenos, la cáscara está manchada, pero están buenos por dentro, y esos aguacates, y esos mangos también…” asomé mi cabeza con temor, no deseaba ser apaleado nuevamente. Era un vagabundo como yo, traía un saco un tanto guango y lleno de manchas de todos los colores, quizás un día fue un saco café, unos pantalones rotos y unos zapatos que dejaban ver los dedos de sus pies. El olor a alimento inevitablemente me llevó a acercarme poco a poco, era como si la comida me hubiese amarrado una cuerda a mi cuello y me jalara a pesar del miedo que sentía.
Desperté como hacía mucho no despertaba, contento, calientito y con mi corazón desbordado de ternura. Mi nuevo amigo estaba dormido junto a mi y parecía un bebé mecido por las ninfas más excelsas de Morfeo. Me vi y sentí aún mayor alegría. Ayer, la playera que me recordaba un hogar y un abandono, fue suplantada por esta que ahora traigo, más nueva, más limpia. Eh, me dijo mi amigo, la playera que traes está más vieja que Matusalén, toma esta, está mejor, que aunque en la basura estaba te sentará mejor. Quise decirle que agradecía su gesto, pero que la playera que traía era un regalo, más no me dio tiempo, me quitó la playera y me puso esta. Lo miré y le agradecí en silencio. Así estás mejor, ¿cómo te sientes?, ah, ya entiendo, no hablas demasiado, no te preocupes, yo también soy tímido con los desconocidos. No sabía si irme o quedarme ahí hasta que despertara, esos pensamientos danzaban por mi mente cuando el vagabundo se despertó a efectos de una tos incesante que parecía desechaba los pulmones. Me acerqué a él y quise aliviar su tos, pero sólo me dijo: “estoy bien, estoy bien, no te preocupes, llevo varios meses así y mírame, sigo tan vivo como una cucaracha, ah, la calle me ha hecho fuerte, chico, las bacterias son mis amigas”.
Caminábamos juntos siempre, buscábamos en la basura juntos, comíamos juntos, todo lo hacíamos juntos desde entonces. Aprendí a quererlo rápidamente, pues me trataba como a su igual, me preguntaba mi opinión siempre aunque quedara absorto o en silencio, Poco a poco recuperé mi fe en que volvería a encontrar un amigo para siempre, pasaban los días y era más feliz. Sin embargo, no dejaba de preocuparme el hecho de que la tos de mi viejo amigo empeoraba conforme el avance de los días.
Llegará el día en que tengas un hogar, me dijo, llegará el día en que ya no vivas en la calle, como ahora lo hacemos ambos y serás tan querido como nunca lo imaginaste y ese día está próximo. Muchacho, me dijo, mientras me daba unas palmadillas, ese día que llegaste me cambiaste la vida, había olvidado, tras años de vivir como lobo estepario en las calles de esta monstruosa urbe, qué significa estar acompañado, qué es compartir, qué es sentir el calor que transmite un ser animado y no la frialdad de objetos inanimados que sólo son inobjetables testigos de la soledad arbitraria que abruma a tantos como nosotros, si, amigo, sí, ese día pronto arribará y entonces yo quizás sea testigo desde donde esté de que no siempre la vida es tan injusta. Yo sentía lo mismo que él, pero se me hizo un nudo tan grande en la garganta que no pude expresar nada. Esa noche dormí antes que él, pues me sentía muy agotado. No supe cuando sucedió.
Abrí mis ojos, ¿dónde estoy?, me pregunté, nunca había estado en un lugar como en el que estaba. Un lugar lleno de muebles, de cortinas limpias, un piso cálido y limpio, camas, en suma un lugar reconfortante y cálido que a la par sentía extraño. Despertó, “mamá, despertó”, dijo una muchacha que me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Inmediatamente vino una señora corriendo hacia donde yo me encontraba reposando y exclamó unas palabras que se me antojaron un agradecimiento al firmamento. No entendía aún qué estaba pasando. Me dijeron que necesitaba un baño y que me revisara un médico, así que en el transcurso del día estas nuevas personas extrañas y yo estuvimos ocupados en ello. Por la noche me acostaron y me arroparon con una cobija limpia. Dormí como un ángel, como si los maltratos, como si las hambres y la carencia de cariño que otrora viví se hubiesen esfumado, sin embargo aún no estaba contento. Me preguntaba por él y me faltaba él.
Volví a la calle y estaba asustado, con mis lagrimales hinchados de tanto llanto, corriendo de los autos y de las personas que me veían como una peste y me querían lejos de sí. No sabía a dónde dirigirme y pensaba que si él estuviera ahí, me protegería con sus manos viejas pero fuertes aún. Entonces lo vi y sentí tanta alegría que casi orino. Apuré mis pasos y él también. Nos abrazamos. Amigo, amigo querido, me da tanto gusto volver a abrazarte, me dijo, ¿cómo te va en tu nueva vida? ¿estás feliz?. No comprendía por qué razones me preguntaba eso. Sé que estás preguntándote qué pasó, muchacho, déjame explicarte, anda, siéntate aquí y come un poco de esto que tenía guardado para ti. Me senté dispuesto a escucharlo.
La vagabundez no siempre es un estado que uno busca, a menudo es un estadio de la vida que algunos tenemos que pasar, por obligación, por circunstancias, por mala fe, por falta de conciencia ajena y propia. Yo tenía una familia, como quizá tú la tuviste, por ello sé que entiendes mejor que nadie mis reflexiones. Mi familia era mi mayor tesoro, pero desafortunadamente para ellos yo no, así que cuando comencé a enfermar y comencé a perder poco a poco el dinero que poseía, mi familia sin más ni más me echaron a la calle, tomaron sus cosas y se marcharon fuera de la ciudad. Al principio quería suicidarme y me faltaba valor para hacerlo, después me fui acoplando y fui aceptando mi nueva realidad, aprendí a vivir sólo y a conseguir las cosas por mi mismo, nunca quise pedir limosna, así que tomaba cualquier trabajo, aquel que me permitiera al menos comer. Sin embargo siempre me faltó la compañía de otro ser, su calor, sus charlas, con quien compartir una latita de frijoles. Y así años hasta que llegaste tú en esa esquina, asustado, hambriento. Me identifiqué contigo porque en tus ojos vi los míos cuando los primeros días no sabía a dónde ir, qué comer, dónde pernoctar o dónde bien morir. Y entonces en el espejo de tus ojos supe que mis penas se habían zanjado. Empero la vagabundez no es un estado que deba durar toda la vida, al menos no todos debemos estar condenados a ella, a mi me quedaba poco tiempo, lo sabía por el mal que invadía mi cuerpo, pero tú no tenías que seguir padeciéndola, no deseaba que tú quedaras nuevamente sólo aquí afuera donde las noches y los días son más tenebrosos que un viejo castillo medieval. Desde hace tiempo había observado en aquella casa a dos mujeres, madre e hija supongo, que dedicaban parte de su tiempo y sus nobilísimas manos a recoger a los desvalidos vagos como tú que les era menester lo que ahora poseerás. Decidí dejarte ahí antes de que el destino me alcanzara y no me diera tiempo a salvar tu cuerpo y alma. Lo decidí a pesar del dolor de separarme de ti, pero mira, hoy te vuelvo a ver y puedo explicarte, para que no pienses cosas que no son o para que al menos sepas quién fui y a dónde decidí quedarme. Me abrazó y le agradecí con lo único que un ser como yo puede dar, un tierno y dulce beso en la mejilla.
Desperté con lágrimas en mis ojitos. Junto a mi estaban otros perros, algunos despiertos, algunos dormidos, todos con los ojos llenos de esperanzas nuevas, con la fe recuperada. Ellas entraron, a todos nos saludaron y a todos nos dieron de comer. Hola, me dijo la mujer más joven, ¿cómo te sientes en tu nuevo hogar? Qué lindo eres. Me acariciaba atrás de mis orejas, nunca nadie lo había hecho en esa parte y experimenté una felicidad que no puedo describir. Movía mi colita endemoniadamente. Era inmensamente feliz.
Supe entonces que mi amigo estaba muerto, sí, por supuesto que mi alma estaba triste, pero también sabía que él a donde estuviera y me viera moviendo mi cola así, me viera ahora bien cuidado y alimentado, era feliz, lo era porque ya no era un vago más, un fantasma más en esta ciudad víctima de la ceguera humana, víctima de una sociedad en la que la mayoría de los hombres alimentan más a su hiena interna que a su perro interno. Pero me congratulo ahora de haberlo encontrado a él y a estas mujeres, que aún poseen corazón de humano y al mismo tiempo un corazón de perro, como el mío, como yo que ahora también seré un tanto humano pues ahora llevo en mi el corazón de aquel hermoso vagabundo que me acogió y supo colocarme y el de estas dos mujeres que ven por otros como yo. Hoy poseo un nuevo corazón.
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